lunes, 30 de abril de 2018

Raíces


Tengo la sensación de que todo se desvanece, como en la canción. He estado en el pueblo de mi padre, y aunque hoy latía de vida con la jornada de folklore, artesanía, cultura y danza que he ido a fotografiar ha sido inevitable esa sensación de nostalgia que solo provoca la conciencia del no retorno, del paso del tiempo cuando alguien vuelve a un sitio donde fue feliz y ahora le falta algo. 



Yo casi no he estado en Moncalvillo de Huete y no puedo sentir ese desarraigo, pero he visto a mi padre caminar pensativo, apoyado en una muleta por calles que de niño le vieron correr y hacer travesuras. Los rincones y edificios -o tal vez el hueco que ocupaban- seguían más o menos allí, aun llenos de recuerdos, hablándole sin palabras de algo que ya no está y que tuvo que abandonar cuando era un adolescente para irse a trabajar al Norte o a Madrid, como tantos otros de su generación.  

Mientras he ido a la plaza a hacer unas fotos de los grupos de danza de Albalate de Zorita, Villaba del Rey y el propio Moncalvillo, allí  lo he dejado charlando con algunos parientes y amigos a quienes apenas conozco pero que cuando tengo delante me producen un afecto que no puedo explicar.  













Cuando ha llegado la hora de volver, no sé porqué nos ha dado por tomar la carretera de Villalba a Tinajas, una carretera por la que no iba hacía bastantes años . Aunque no haya pasado mucho por ella, curiosamente uno de mis primeros recuerdos de infancia es un balón de playa de color rojo y el agua del pantano de Buendía llegando casi a la altura de la carretera, una enorme masa de agua azul, que ahora parece imposible que estuviera allí y ahora parece producto de la imaginación.  


Mientras miraba por la ventanilla, mi padre hablaba sobre los sitios por donde íbamos pasando: una finca a la que solía ir a trabajar con mi abuelo y que ahora estaba totalmente derruida, los restos de un antiguo palomar sobre una colina desde el que se cayó un tío suyo y casi no vuelve a caminar, el número de ojos que tenía cada puente, los lugares por donde iban a bañarse, pescar y cazar cuando las obligaciones lo permitían, historias de familia, de sufrimientos cotidianos en tiempos duros, de trabajo para poder vivir, construir una casa, conseguir comida, ropa, calzado, tal vez ahorrar algo con gran esfuerzo, poder comprar alguna tierra y seguir tirando en esta rueda de noria en que se convierte a veces la existencia humana, ese “ganarse la vida” mientras la pierdes por otro sitio como en esa fotografía de Chema Madoz que lo resume todo. 

Pero no nos pongamos demasiado melancólicos pensando en lo que ya no está ni en el “tiempo perdido” ¿perdido?, mejor digamos vivido en función de las circunstancias que llevan a elegir entre las opciones disponibles… A pesar de la sensación de haberme perdido algo bueno e irrecuperable me alegra ir a ese pequeño pueblo de la Alcarria Conquense y escuchar las historias de mi padre, ver como aun hay gente que lo mira con afecto, como cuando era niño. Gente que es capaz de mantener su identidad y tradiciones, como los bailes de paloteos y también defender un agua que ya no hay y que se quieren llevar.

¡Viva Moncalvillo!